CAPÍTULOS
Capítulo
uno:
La
carretera que llevaba a Treegap era recorrida desde hacía un buen
rato por un rebaño de vacas, que delas cuales se podría decir que
no tenían prisa alguna. La carretera se torcía en curvas y ángulos
suaves, meciendose hacia adelante y hacia atrás en una agradable
subida hasta lo alto de una pequeña colina, para bajar de nuevo
entre tréboles polinizados por abejas, finalmente atravesando un
prado. Aquí sus límites se confunden. Se vislumbraban y se
desvanecían, dejando ver tranquilos picnics bovinos: masticaban
tranquilamente y una contemplaban pensativamente el infinito. Después
volvía a aparecer y desparecía al fin en el bosque. Cuando está a
punto de alcanzar las primeras sombras de los árboles, la carretera
gira abruptamente, oscila en un amplio arco, como si por primera vez
tuviera alguna razón por la que pensar a dónde se dirigia y
continuase rodeandolo.
Al
otro lado del bosque, la sensación de paz desaparece. La carretera
no pertenece más a las vacas. Por el contrario, se convierte en
propiedad de las personas. De golpe, el sol se vuelve
insoportablemente cálido, el polvo opresivo y la pobre hierba en
bordes se vse convierte en un pasto irregular y descuidado. A la
izquierda se alza la primera casa, una casa de campo sólida y
cuadrada, tenía la aparencia de querer decir: no me toques. La
parcela rodeada de hierba cortada con desgana, se cerraba con un
metro de valla de hierro que decía claramente: "lárgate, no te
queremmos aquí". La carretera continuaba humildemente pasando
cada vez con más frecuencia por más casas de campo, aunque cada vez
con menos apariencia de restricción; hasta llegar al pueblo. Aunque
el pueblo no es importante, excepto por la cárcel y la horca. La
primera casa es lo único importante. La primera casa, la carretera y
el bosque.
Había
algo extraño en el bosque. Si un primer vistazo a la primera casa te
sugería que era mejor que siguieras tu camino, el bosque sugería lo
mismo, aunque por una razón un tanto diferente. La casa estaba tan
orgullosa de sí misma que te hacía querer hacer un montón de ruido
mientras pasabas al lado, e incluso lazanzar una o dos piedras; pero
en cambio, el bosque tenía una apariencia dormida como si fuera de
otro mundo, una apariencia que te hacia querer hablar entre susurros.
Esto, al menos, es lo que las vacas debieron pensar: "dejemos lo
en paz, no lo molestaremos"
Si
era o no así como la gente se sentia hacia el bosque, es difícil de
decir. Puede que hubiesen algunos que si lo hiciesen, pero para la
mayoría de la gente, seguían la carretera rodeando el bosque porque
el camino era así. No había ninguna carretera que
fuera a través del
camino. Y además había otra buena razón por
la que no abandonar la
carretera: pertenecía a los Fosters, los propietarios de la casa de
campo no me toques,
y era por tanto propiedad privada a pesar de que estaba fuera de la
finca y era perfectamente accesibe.
La
propiedad de un terrenos se convierte en algo exraño cuando piensas
en ello. Después de todo ¿Hasta que punto puede llegar? Si
una persona es dueña de un trozo de tierra ¿Le pertenece todo,
inlcuso las más diminutas dimensiones
que llegan
al centro de la Tierra? ¿O se limita a unas escasas capas
subterráneas
de las que los simpáticos gusanos nunca han oído hablar?
En
todo caso, el bosque estaba en la superficie,
exceptuando por supuesto las raíces. Pertenecía
a los Fosters, desde
las ramas hasta las abejas. Y
si nunca iban allí, si nunca deambulaban entre los árboles, bueno,
esos son sus
asuntos. Winnie, la única niña de la casa, nunca iba allí, aunque
a veces se paraba en el borde
de la parecela, golpeando
cuidadosamente con un palo las barras de hierro mientras
mira hacia él. Nunca tuvo curiosidad hacia él. Nada nunca parece
interesante cuando nos pertecene, solo cuando no.
Y
de todas maneras ¿Qué tienen de interesante unos cuantos árboles?
Solo tenues rayos de sol que se cuelan entre los árboles, un gran
número de ardillas, un profundo y blandito colchón de hojas en el
suelo y otras cosas tan familiares, pero ya
no tan agradables como:
arañas, pinchos y gusanos.
Pero
al final, eran las vacas las culpables de aislamiento del bosque. Y
las vacas a través de una sabiduría de la cual no eran
suficientemente sabias de saber que la
tenían, eran en efecto, muy
sabias. Si hubieran seguido su camino a través del bosque en vez de
rodearlo, entonces la gente hubiera seguido el camino. La gente se
habría fijado en el gigantesco fresno que hay en el centro del
bosque, y al momento se habrían fijado en el pequeño manantial
que burbueja entre sus raíces a pesar de los intentos de taponarlo
con piedrecitas. Y eso habria sido un desastre tan inmenso que esta
exahusta y vieja Tierra, dueña o no de su fiero núcleo, habría
temblado desde sus ejes como lo hace un escarabajo clavado en un
alfiler.
Capitulo
dos:
Al
amanecer de ese día de la primera semana de agosto, Mae Tuck se
despertó y permaneció tumbada mirando
sonriente a las telarañas del techo. Finalmente dijo: ¡Los chicos
llegarán mañana a casa!
El marido de Mae, de espaldas
a ella, ni se inmutó. Todavía dormía y las arrugas de melancolía,
que prominenteente marcaban su rostro durante el día, estaban
suavizadas . Roncó suavemente y por unos momentos las comisuras de
sus labios se tornaron hacia arriba en una sonrisa. Tuck casi nunca
sonreía, solo en sueños.
Mae
se sentó en la cama y le miró pacientemente:
—Los
chicos llegarán a casa mañana — d
ijo de nuevo. Esta
vez más
fuerte.
Tuck se revolvió y su sonrisa
se esfumó. Abrió los ojos.
— ¿Por qué me has tenido
que despertar? Estaba teniendo ese sueño otra vez. El bueno. El
sueño en el que estamos todos en el cielo y nunca hemos oído hablar
de Treegap.
Mae se sentó frunciendo el
ceño. Era una mujer con apariencia de patata. Con una cara redonda y
dulce, y agradables ojos marrones.
—No tiene sentido que sueñes
con eso.— dijo —Nada va a cambiar.
Me dices eso todas las
mañanas.—dijo Tuck girádose hacia sella—Y aún así, yo no
puedo controlar lo que sueño.
—Puede que no, pero es lo
mismo. A estas alturas ya deberías estar acostumbrado.
Tuck gruñó.
Me vuelvo a dormir—dijo.
—Pues yo no.—contestó
Mae—Voy a coger el caballo y a bajar al bosque para verles.
—¿Ver a quien?
—¡Los chicos Tuck! Nuestros
hijos. Voy a bajar al bosque a verles.
—Mejor que no lo hagas—
le aconsejó Tuck
—Ya lo sé, pero me muero
de ganas de verles.—dijo Mae— De todas maneras, han pasado diez
años desde la última vez que fui a Treegap. Nadie se acordará de
mí. Cabalgaré al anochecer. Solo hasta el bosque. No entraré al
pueblo. Y de todas maneras, aunque alguien me viese, no se acordarán.
Nunca lo han hecho ¿No es así?
—Haz lo que
quieras—contestó Tuck contra su almohada—Me voy a dormir.
Mae
Tuck salió de la cama y comenzó a vestirse: tres enaguas,
una falda marrón rústica con un bolsillo gigante, una vieja
chaqueta de algodón y un
chal que envolvió sobre su pecho sujetandolo con un deslucido metal.
El sonido de ella vistiéndose era tan familiar que Tuck pudo
decir sin abrir los ojos:
—No
necesitas un chal a mitad de verano.
Mae ingnoró su observación.
En cambio le dijo:
—¿Estarás bien? No
volveremos hasta mañana entrada la tarde.
Tuck
se giró
hacia ella y le puso una cara compugida.
—¿Qué
narices podría pasarme?
—Es verdad—dijo Mae—Se
me sigue olvidando.
—Pues a mi no—respodió
Tuck—pásatelo bien.
Y en un momento se volvió a
dormir
Mae se sentó en el borde de
la cama y se puso un par de botines de cuero tan finos y estropeados
por los años que era un milagro que todavía siguiesen allí.
Después se levantó y cogió del lavabo, que había al lado de la
cama, un objeto de forma cuadrada: una cajita de música decorada con
rosas y lilas del valle. Era la única cosa bonita que poseía y
nunca iba a ningún lado sin ella. Sus manos se desviaron para darle
cuerda, pero al mirar de reojo al durmiente Tuck, negó con la
cabeza, le dio una palmadita a la cajita y la dejó caer en su
bolsillo. Por último, se puso en la cabeza un sombrero de paja azul
con el ala caída, sin fuerza. Justo antes de ponerse el sombrero, se
cepilló su cabello marrón grisáceo y lo recogió en la parte baja
de la cabeza con un moño. Lo hizo rápida y eficazmente sin echar un
solo vistazo al espejo. Mae Tuck no necesitaba un espejo, aunque
tuviese uno encima del lavábo. Sabía muy bien lo que vería en él.
Hacía ya mucho tiempo desde que su reflejo dejó de ser interesante
para ella. Para Mae Tuck y su marido, y Miles, y Jesse también,
había sido el mismo durante ochenta y seis años.
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